COLUMNAS Y POEMAS DE D. SABINO NEBREDA

   
    Preámbulo:
   
 

D. Sabino, nuestro Sabino Nebreda, fue desgranando su poemario, y fue el Diario de Burgos su vehículo para llegar a sus lectores. Pero, aunque D. Sabino, tocó muchos temas en sus poemas, era cuando tras sus pensamientos estaba su amado Lodoso, su vena poética lucía con más fuerza.
He aquí alguno se sus poemas y prosas que para este admirador más gustan.

   
 

EL PÁRAMO

 

Un día más de mi intermitente veraneo, tras la rutilante amanecida, abandono esta vega feraz de álamos temblorosos, que el hilo de plata del Úrbel engarza con los sauces plateados. (¡Ay este Úrbel, otrora tan fecundo en anguilas, barbos, truchas y suculentos cangrejos, hoy sólo casi vivos en el recuerdo y la añoranza!).
Trepando por las ásperas laderas, sorteando las belicosas aulagas, asciendo al páramo. Aquí en lo alto el viento no hace ya ondear las mieses. La brisa, cansada de sus retozos matutinos, ha ido quedo, quedo, a acurrucarse bajo la sombra de los chopos, cabe el frescor del río. No rasga el aire el pertinaz chirrido monocorde de las chicharras y el tiempo parece abatir sus alas calcinadas y pegarse a la tierra. Sólo el milano rapaz planea sobre los eriales, ese cáliz donde exprime el zumo de sus víctimas. Lejana, una cosechadora arranca un áspero quejido chirriante a la paja reseca. Todo es un lienzo sin tonalidades y sin ritmos, sobre el que se desliza el carro flamígero del dios sol, nave de fuego bogando al infinito. El océano cielo frente al océano tierra. Ambos inmensos, sin orillas, sin color, sin oleaje. Acaso allá arriba resuena la armonía de los números concordes, el ritmo pitagórico, tan dulce a los oídos del alma.
Allá abajo el pueblo parece muerto, de cartón, como los pueblos de los nacimientos navideños. Se está cociendo en el horno del verano. Un velo calinoso tamiza y adelgaza, hasta absorberlos, las voces de las calles, el ricrac de los coches, el traqueteo de los tractores, el chorro cantarino de la fuente rompiendo sus esquirlas, el piar desabrido de los gorriones desde la tapia de los huertos, los gritos de los niños, los balidos, acaso del rebaño comunal...
Rueda el tambor del río sin despertar un eco en la ladera donde brillan los espejuelos de yeso como medallones prendidos en el pecho de un gigante. El mediodía, nueva zarza mosaica, arde sin consumirse en la pira del astro rey, que nos agujerea el rostro con sus dardos enrojecidos. Náufragos en esta inmensidad en vano braceamos para ganar la ribera azul del horizonte.
De pronto, desde un recuesto del valle, nos llegan las vibraciones del campanillo ermitaño. Suena el Ángelus. El páramo enmudece. Y yo, tendido sobre su costra pedregosa percibo en mis oídos el bisbiseo con el que el páramo musita su oración.
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ECHO DE MENOS

 

He llegado, una vez más, al pueblecito burgalés de mis raíces. Y he contemplado los muros de la casa solariega de mis mayores, no ya desmoronados sino arrancados, engullidos por una moderna urbanización. Nada queda de aquella vieja casona familiar, con su pajar, sus paneras, sus tenadas, su gloria acogedora y los mil recovecos donde jugaba al escondite con mis primos.
Y echo de menos aquellos amaneceres, cuando mi duermevela matinal me hacía percibir a la aurora de rosados dedos descorriendo las cortinas de la noche y dar entrada a la luz de oro, al aire de cristal, al zureo mañanero de las palomas, a los rumores de las esquilas, al parpadeo lejano de las campanas...
Echo de menos, en las traseras de la casa, el huertecillo que el abuelo plantara, con sus guindos, sus ciruelos, sus perales donde anidaba el colorín, salpicándolos con sus gorjeos, y allí al fondo aquél sauce llorón de ondulado tronco y de altas y esparcidas ramas, de las que caía la lluvia de sus hojitas tiernas, desmayadas, agonizantes.
Salgo al campo y echo de menos los saltamontes y las ligaternas en los senderos, el bullir de los pájaros en las arboledas, en los trigales las manchas rojas de las amapolas y las amarillas de los jaramagos, erradicadas por los herbicidas. Y en los arroyuelos y los regatos, los lirios con sus espadañas, riñendo su combate perpetuo con el aire. Y en el río los vistosos nenúfares, escudo de sus aguas gredosas. Y hasta el viejo puente medieval, entre cuyas piedras la primavera esparcía sus diminutas florecillas blancas, flanqueado de rosales silvestres y de fresnos, que poblaban jilgueros, calandrias, verderones, revolando gozosos, incansables... Todo arrancado por un dragado implacable.
Y echo de menos el viejo cauce molinar, hoy aterraplanado por «la parcelaria», plagado antaño de sabrosas truchas y suculentos cangrejos. Y el recuesto arcilloso donde se elaboraban, a cielo abierto los adobes comunales. Y la ermita de San Roque, raída hasta sus cimientos, y los restos desaparecidos del vetusto pisón, y los antiguos linares...
Una riada de nostalgia, como fría llovizna, va empapando mi alma de un dolor sombrío, una tristeza pertinaz, que llega casi a ahogarme con su congojosa melancolía.

   
 

PUENTE SOBRE EL RÍO ÚRBEL

   
 

Tus dos arcos gemelos, tus dos arcos
verdeamarillos sobre el agua mansa.
Tu frente gris de piedra, que corona
el pretil desdentado.
Primavera en tus grietas ha esparcido
sus diminutas florecillas blancas,
y tu barba de plata entre los sauces
estalla su sonrisa.
Entre los sauces, que sus ramas tienden
a bañar en frescor tu sien reseca,
mientras acuna tu sopor de siglos
el vaivén de sus hojas.
Desde los fresnos o entre los carrizos
ruiseñores, jilgueros, verderones
tejen en torno su sartal de trinos
revolando gozosos.
Hay un rosal silvestre cabe el agua
que el aire sus botones balancea
y a intervalos el ósculo te envía
de si tibio perfume.
Muere el día. Tú lanzas incansable
la líquida saeta de tu linfa
que va a clavarse en el confín lejano
de tus arboledas en sombra.
De pronto... ¿es el reflejo de una estrella?
o alabastro bruñido que se enciende
ascua de luz colgada de tu comba
y en el hondo parpadea?

   
 

RÍO ÚRBEL

   
 

Rasgas en dos el páramo. Una arruga
apenas eres de su costra recia.
Como un tambor sin eco vas rodando
tu agua blancuzca que ensució la greda.
Ríes en los juncales. Los guijarros
brillan con tu retozo. Te enjaezas
de amarillos nenúfares. Y lento,
muy lento, entre la hierba culebreas.
Lánguidos, pudibundos, soñolientos,
los sauces dan escolta a tu ribera
y una vez y otra con placer sumergen
su verdecenicienta cabellera.
¿Porqué el chopo se aleja desdeñoso
de su ternura, contigo sueña
y en la noche se empina de puntillas
a retratar en ti su faz de asceta?
Y el hosco roble, que fingió desdenes,
tras el pardo broquel de su corteza,
cómo te añora y tiende a ti sus brazos
desde la soledad de su ladera.
Escucha, Úrbel, ese rumor de esquilas,
esa campana que voltea lenta,
ese aleteo leve, ese lejano
zumbido con que el valle ya despierta.
Mira la aurora de rosados dedos
cruzar tu viejo puente, a abrir las puertas
al padre sol, que llega hasta tu valle
a incendiarle de luz con sus saetas.